El emperador Adriano, Marguerite Yourcenar y la insuficiencia cardíaca
Querido Marco: He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón…
Así se inicia Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, poniendo de relieve ya desde el comienzo la enfermedad que aqueja al Emperador, un Emperador que poco tiene de dueño del mundo cuando debe obedecer las órdenes de su médico, o cuando intuye la muerte cercana.
…tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad…nada puede exceder de los limites prescritos; mis piernas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.
Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea.
En diferentes partes del relato Adriano alude a síntomas propios de la enfermedad cardíaca que lo afecta: disnea, síncope, angina.
…el agua bebida en el hueco de la mano, o de la misma fuente, hace fluir en nosotros la sal secreta de la tierra y la lluvia del cielo. Pero aun el agua es una delicia que un enfermo como yo sólo debe gustar con sobriedad.
Por primera vez en la ascensión de una montaña me faltó el aliento; tuve que apoyarme un momento en el hombro del preferido.
…Por mi parte me sentía cansado; días antes, al volver de un paseo a pleno sol, había sufrido un breve síncope del que sólo fueron testigos Antínoo y Euforión, mi servidor negro.
Mi cuerpo me temía; continuamente notaba en el pecho la oscura presencia del miedo, una opresión que no era todavía dolor pero sí el primer paso hacia él. Desde mucho tiempo atrás estaba acostumbrado al insomnio, pero ahora el sueño era aún peor que su ausencia; apenas dormido, me despertaba horriblemente angustiado.
Me sentía como avergonzado de aquella enfermedad interna, casi invisible, sin fiebre ni abscesos, sin dolores de entrañas y cuyos síntomas son una respiración algo más forzada y la marca lívida que deja en el pie hinchado la correa de la sandalia.
Agobiado por la falta de aire, Adriano pierde el ímpetu de luchar…
En todo trabajo y en todo placer, ni el uno ni el otro eran ya lo esencial; mi mayor cuidado consistía en no fatigarme demasiado con ellos.
Estaba de acuerdo en morir; pero no en asfixiarme; la enfermedad nos hace sentir repugnancia de la muerte, y queremos sanar, lo que es una manera de querer vivir. Pero la debilidad, el sufrimiento, mil miserias corporales, no tardan en privar al enfermo del ánimo para remontar la pendiente; pronto rechazamos esos respiros que son otras tantas trampas, esas fuerzas flaqueantes, esos ardores quebrados, esa perpetua espera de la próxima crisis. Me espiaba a mí mismo: ese sordo dolor en el pecho, ¿sería un malestar pasajero, el efecto de una comida apresurada, o bien el enemigo se preparaba a un asalto que esta vez no sería rechazado?
…hasta que la muerte asoma como un destino deseable.
Los medicamentos ya no actúan; la inflamación de las piernas va en aumento, y dormito sentado más que acostado. Una de las ventajas de la muerte será estar otra vez tendido en un lecho.
Un destino al que Adriano accede en un último párrafo en el que confluyen la traducción de un poema realmente escrito por él en sus últimos días y esa invitación, que bien pudo haber sido suya, a no perder el deseo de saber, ni siquiera cuando ya nada resta.
Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…
Marguerite Yourcenar, nacida en Bélgica en 1903 como Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour, fue desde la infancia dueña de un sólido conocimiento de la cultura grecolatina. Ya a los 16 años reemplazó su apellido por el de Yourcenar (anagrama de Crayencour), que fue primero un seudónimo pero que luego adoptó legalmente. Entre sus obras más renombradas se cuentan las novelas Alexis o el tratado del inútil combate (1929) y Opus nigrum (1968), los Cuentos orientales (1938) y los ensayos reunidos en El tiempo, gran escultor (1983).
Pero sin duda la obra que la hizo famosa es Memorias de Adriano, que puede leerse en castellano en la magnífica traducción de Julio Cortázar. Tal como ella misma relata en sus notas, inició la escritura del libro a los 21 años, en 1924, y en los 20 años siguientes lo escribió, quemó, reescribió, olvidó, abandonó y reencontró. Publicado finalmente en 1951, valió a su autora fama universal. Escrita en primera persona, como una carta que Adriano (76-138), emperador de Roma, en el final de sus días, dirige a Marco Aurelio, (quien lo sucederá tras el gobierno de Antonino Pío), la obra es una reflexión sabiamente dolorosa sobre el poder, el amor, la amistad y la muerte. Considerada una de las más grandes novelas de la literatura del siglo XX, permite acercarnos a la figura de quien prefirió antes que la guerra dedicar su gobierno a consolidar la Paz Romana, llevar a cabo reformas sociales y administrativas y promover la cultura, con un fuerte dejo de admiración por la civilización helénica. La causa de la muerte de Adriano, como ilustran los fragmentos citados, fue, según los cronistas de la época (Dion Casio entre ellos) una insuficiencia cardíaca que, por lo limitante de los síntomas, hizo nacer en él el deseo de suicidarse. El origen de este cuadro terminal puede haber sido, habida cuenta de los síntomas que se refieren, la enfermedad coronaria o una estenosis aórtica.
Yourcenar, la primera mujer en formar parte de la Academia Francesa, falleció en 1987.
Jorge Thierer