Sangrado: de sanguijuelas y epidemiología
En los últimos años los cardiólogos hemos aprendido a reconocer el efecto adverso que los episodios de sangrado ejercen en los pacientes. Sangrados mayores y menores son consecuencia indeseada del uso de antiagregantes, anticoagulantes, trombolíticos, y procedimientos de revascularización por catéteres o quirúrgicos. La prevención del sangrado es punto central del tratamiento que instauramos, y reconocemos que, más allá de episodios catastróficos de la hemorragia cerebral o digestiva, la mera caída de algunos puntos del hematocrito se asocia a peor evolución. ¿Cómo no admirarnos entonces ante la práctica extendida, a lo largo de siglos y civilizaciones, del sangrado terapéutico?
Hay huellas de la práctica de la sangría en el período neolítico. La llevaron a cabo los médicos del Antiguo Egipto, los de India y China, los incas y las tribus de América de Norte. La escuela hipocrática recomendaba la extracción de sangre de un lugar cercano al órgano enfermo; los árabes en cambio postulaban la extracción de un lugar lejano y opuesto a la lesión. Galeno creía en el valor terapéutico de las sangrías para casi todas las afecciones, ¡incluidas las hemorragias y la fatiga! Sostenía que la menstruación hacía a las mujeres menos proclives a gota, epilepsia y artritis, y que en general el sangrado liberaba al organismo de materias pútridas e impurezas. En la Edad Media la sangría fue parte esencial de la práctica médica, y la escuela de Salerno afirmaba en el siglo XII que su ejercicio purga el cuerpo, refuerza la memoria, limpia la vejiga, deseca el cerebro, calienta la espina dorsal, aclara el oído, alarga la vida, y ahuyenta las enfermedades. Era creencia extendida que el sangrado terapéutico era útil en la inflamación, la fiebre y la hemorragia. Se llevaba a cabo la flebotomía con lancetas, y en aquellos más débiles, se empleaban las sanguijuelas. Se extraían desde pequeñas cantidades (100 a 120 ml) hasta cifras mayores: en algunos casos se postulaba que debía llegarse hasta el síncope, y hubo extracciones de hasta un litro de sangre o más.
Ya en el siglo XVII Harvey sostenía su uso en las enfermedades causadas por la plétora, o acumulación de sangre debida al exceso de comida y bebida, o al fracaso del corazón. Hubo defensores acérrimos de la práctica de la sangría: Guy Patin (1601-1672), decano de la Facultad de Medicina de París, contaba que sangró doce veces seguidas a su mujer por una congestión en el pecho, veinte a su hijo por fiebre y él mismo se sangró siete veces por un catarro. Francois Broussais (1772-1838) practicó sin límite el sangrado por sanguijuelas. Creía que casi todas las enfermedades son debidas a la inflamación de diferentes órganos, y que el sangrado terapéutico mediante sanguijuelas colocadas en la superficie del cuerpo correspondiente al órgano enfermo era la forma de alcanzar la curación. Como la sanguijuela corrientemente empleada, la hirudo medicinalis (en cuya saliva se encuentra la hirudina, potente inhibidor de la trombina), se había extinguido, en plena fiebre del sangrado curativo fue necesario importarla: más de cuarenta millones de animalitos traídos a Francia solo en 1833. En el altar de la práctica a lo largo de todo este tiempo se sacrificaron miles y miles de enfermos, entre los más ilustres George Washington, que padeciendo una epiglotitis fue sometido por sus tres médicos personales a repetidas sangrías a lo largo de dos días, que lo llevaron a la muerte. Sin embargo, la crítica que se formuló en este caso no fue al método, sino al lugar del sangrado: sostuvo un médico de la época que el problema fue haber drenado las venas braquiales, en vez de haberse concentrado en las amigdalinas y las del piso de la boca.
Pero no todos fueron complacientes con el método. Pierre Charles Alexandre Louis (1787-1872), cuyo apellido designa al ángulo del esternón con su manubrio, fue un opositor al mismo. Y, lo más interesante, lo hizo desde una aproximación que lo emparenta con la medicina basada en la evidencia. En efecto, quizás influido por los desarrollos matemáticos de Laplace, desarrolló lo que llamó el Método Numérico. Louis hacía hincapié en las características promedio de los pacientes; si bien reconocía el valor de los datos individuales, afirmaba que para sacar conclusiones sobre la utilidad de un tratamiento era necesario tener suficiente cantidad de observaciones de pacientes comparables. Y que más allá de la terapéutica instituida, era importante conocer edad, dieta, nutrición, severidad de la enfermedad en los tratados de una u otra forma. Así, en un grupo de 77 pacientes con neumonía estrictamente definida, diferenció entre los 41 sometidos a sangría entre los días 1 y 4, y los 36 tratados entre los días 5 y 9. Eran de edad similar, y síntomas parecidos. Notó que en aquellos con sangría temprana la mortalidad fue superior al 40%, frente a 25% en los sangrados tardíamente. Su conclusión fue que la sangría no era efectiva para tratar a los pacientes con neumonía (de ser beneficioso el tratamiento no hubiera habido mayor mortalidad cuando se lo empleaba tempranamente; la mejor sobrevida de los pacientes sangrados en forma tardía debía expresar que habían sobrevivido a la etapa más grave de la enfermedad): lo publicó como artículo en 1828 y como libro en 1835. Muchos consideran a Louis un precursor de la epidemiología, y lo designan un pre-epidemiólogo. No sabemos si de cualquier manera su obra fue determinante para que lentamente la costumbre terapéutica del sangrado fuera declinando. Incluso William Osler en su Principios y Práctica de la Medicina (1923) la seguía recomendando en algunos casos. Hoy sigue formando parte del tratamiento establecido de algunos casos de policitemia y hemocromatosis.
¿Por qué la persistencia a lo largo de siglos en ponderar las virtudes curativas de la sangría? Razones vinculadas con creencias atávicas, la oscura atracción que la sangre ejerce, la necesidad de hacer algo con el enfermo, de intervenir aún cuando no se estuviera seguro del resultado, todas ellas pueden esgrimirse. ¿Cuántos miles de enfermos habrán muerto no por la enfermedad, sino por el tratamiento? El del sangrado es un ejemplo de cómo una práctica médica universalmente aceptada puede ser dañina; el de Louis, uno de cómo la reflexión y el análisis constante de lo que se hace son la única manera de deshacer el entuerto.
Dr. Jorge Thierer
Fuentes consultadas
L M Magner. A History of Medicine. Taylor & Francis Group 2005.