Error médico, error humano
Un comentario del editor de la página web, Dr. Jorge Thierer
Hace menos de un año, un artículo publicado en British Medical Journal (Makary M, Daniel M. Medical error—the third leading cause of death in the US. BMJ 2016;353:i2139) sostuvo que el error médico es la tercera causa de muerte en los Estados Unidos, después de la enfermedad cardiovascular y el cáncer. Se basaba en una serie de reportes institucionales y de investigadores independientes publicados desde 1999. La publicación reactivó una vieja controversia, la de la definición de error médico ¿Alcanza con decir que es aquello que, en el ejercicio de la profesión se hizo cuando no debía hacerse (o viceversa) y que se siguió de peor evolución del paciente, o debiéramos buscar la certeza de que esa actuación o falta de ella causó el peor resultado? Hubo quienes discutieron la base estadística de la afirmación, quienes remarcaron que se trataba de análisis secundario de datos sin que los autores hubieran confirmado en cada caso si se trataba verdaderamente de errores o complicaciones esperables, y poco a poco el fuego inicial se fue atenuando. Ello no impide que sigamos reflexionando sobre el tema. Y si bien hay muchas revisiones publicadas en revistas médicas sobre la taxonomía del error médico, algunas lecturas no específicamente médicas pueden ayudarnos a tener una visión más amplia del problema.
Practicamos la medicina con elevada confianza en nuestras propias fuerzas. No podríamos hacerlo si no fuera así. Es menester creer que hemos interrogado con cuidado y obtenido del paciente el relato más fidedigno y minucioso posible. Que los métodos diagnósticos empleados nos dan certeza suficiente para instaurar un tratamiento eficaz. Atravesamos cada día con la seguridad de haber hecho en cada caso lo correcto. Sin embargo, todos conocemos la sensación de ver interrumpida nuestra cena, o lo que es peor, nuestro dormir, por la irrupción de la duda, por el eco de palabras que en medio de la noche parecen decir otra cosa.
No consideramos desde ya en estas líneas el error que cometemos por falta de información, o información errónea. Es claro que el que más estudia y más pacientes ha visto, construyendo esa mezcla de teoría y práctica que es nuestro saber, tiene menos riesgo de fallar. La duda surge cuando, estudiosos, dedicados, conscientes, tropezamos con el error. ¿Son acaso nuestras capacidades menos firmes de lo que estimamos?
Quizás debemos empezar por reconocer que una serie de ilusiones nos acechan, pero no solo cuando ejercemos nuestra profesión, sino en toda la extensión y ancho de nuestra vida, porque son parte de la experiencia humana.
Creemos en nuestra capacidad de atención, y suponemos que nada importante se nos puede estar escapando. El test desarrollado por Chabris y Simons, y tan difundido en Internet del gorila invisible (www.theinvisiblegorilla.com) pone en entredicho este supuesto. Puestos a contar cuántos pases de pelota se hacen entre sí los integrantes de un equipo de basquetbol, la mitad de nosotros no reparará en la aparición entre los jugadores de un extraño disfrazado de gorila. Este porcentaje de fracaso es independiente de sexo, edad, nivel socioeconómico, etc. Y es que la atención es un juego de suma cero: la atención específicamente dirigida en un sentido genera ceguera por falta de atención hacia el resto de las cosas. Todos recordamos ejemplos de hallazgos de cosas que «siempre estuvieron allí». Los ejemplos más sonoros vienen del campo de las imágenes, no porque los dedicados a ese tipo de estudios tengan mayor proporción de falla, sino justamente porque los resultados de su práctica quedan congelados en el tiempo, y a ellos podemos volver una y otra vez.
Vemos lo que esperamos ver, vemos lo que «queremos» ver. Suelo citar un ejemplo que me toca de cerca. Recibimos un paciente con cuadro de palpitaciones muy rápidas. El médico de la ambulancia vio en el monitor taquicardia ventricular. Al momento del examen se encuentra en ritmo sinusal. Tiene antecedente de arritmia ventricular compleja, y enfermedad coronaria conocida. Una nueva coronariografía no revela lesión actual que justifique origen isquémico de la arritmia; en el ecocardiograma diámetros y función del ventrículo izquierdo son normales. Decidimos avanzar con una resonancia magnética cardíaca, en busca de un sustrato de fibrosis o infiltración que explique todo; y el operador señala que es cierto, que el ventrículo izquierdo es normal y no hay hallazgo patológico de importancia, pero que el derecho está dilatado, disfuncionante y con trombo. Revisado el ecocardiograma, la disfunción derecha estaba allí, pero ninguno de los que vimos el estudio reparamos en ella. Simplemente porque estábamos todos convencidos del origen izquierdo de la arritmia y toda nuestra búsqueda se orientó en ese sentido.
Creemos en las bondades de nuestra memoria. De hecho, la nuestra es una carrera basada fuertemente en la misma. Desde las inserciones de cada músculo en cada accidente de cada hueso, pasando por las tinciones de cada microbio hasta llegar a las manifestaciones menos frecuentes de todas y cada una de las enfermedades y el espectro de tratamiento de cada antibiótico, por citar solo algunas de las listas que hemos debido memorizar en nuestra formación, hemos y nos hemos demostrado nuestra capacidad de recordar. Pero, ¿cómo opera el proceso? ¿Cómo recordamos? Recordamos aquello que nos impacta emocionalmente, mucho más aquello que vemos o hacemos o mencionamos a diario, guardamos memoria de lo que nos conmueve, tendemos a olvidar el resto. Y nuestra mente continuamente arma historias, llenando los huecos entre las islas de recuerdos que parecen más firmes. Recordamos lo que nos emociona, y a su vez las emociones «arman» nuestros recuerdos. Pondríamos las manos en el fuego por lo que parece justamente grabado a fuego en nuestra memoria. Y, sin embargo, diversas pruebas y experimentos debieran hacernos dudar. Así, por ejemplo, puestos a memorizar una lista de palabras, somos en promedio capaces de recordar poco más de la mitad de las mismas; y si varias palabras se refieren a un tema, «recordaremos» otras vinculadas, aunque no formen parte de la lista. Es muy posible que si nos dicen frazada, pesadilla, cama, almohada, también recordemos la palabra dormir.
Nuestros recuerdos son entonces un producto del barro de hechos reales o no, modelados por nuestros sentidos, creencias, emociones, experiencias. Cuando interrogamos a un paciente sobre la data de un síntoma, el tiempo que arrastra una dolencia, su momento de aparición, ¿podemos afirmar con certeza que lo que escuchamos es real? Siempre me ha llamado la atención la convicción con que en ateneos o discusiones de sala se defiende una hipótesis fisiopatológica, el ardor y fiereza con que se defiende una opinión, en base a lo que el paciente dijo. Porque el relato del paciente es lo que recuerda, o cree recordar; es más arduo poder afirmar que es la realidad. Y es curioso que cuando nos referimos a los diferentes tipos de estudios de investigación, la crítica más fuerte que reciben los estudios retrospectivos caso control tiene que ver justamente con el riesgo de sesgos: el de recuerdo y el del entrevistador. Recuerda diferente el enfermo que el sano, y recuerda diferente el enfermo según lo que le acontece; y además recuerda diferente porque el que lo interroga, cuando sostiene determinada hipótesis, profundiza en ciertas cuestiones y relega otras. Conocemos a un paciente, y a poco de escucharlo y verlo, algunas hipótesis cobran primacía. Nuestras preguntas van en ese sentido, y es imposible que en cierta manera no «eduquen» al paciente acerca de lo que debe recordar. Y es claro que el interrogatorio es base de la buena práctica, y que el margen de error se acota cuanto más intensivo es; pero, ¿no debiéramos ser más prudentes a la hora de defender un supuesto, habida cuenta de la naturaleza de los recuerdos?
Otro fenómeno que nos induce a errar es el de la confianza en nuestras propias capacidades. Es imprescindible para actuar, es el antídoto contra la parálisis en la que podríamos caer de no estar seguros de nuestras fuerzas. Pero diversos estudios observacionales y encuestas hechas en distintos ámbitos sugieren que tal vez nos excedemos: a la hora de valorar diversas habilidades y condiciones suele repetirse el hecho de que más (a veces mucho más) de la mitad de las personas estiman hallarse por arriba de la media (¡algunos deben estar equivocados!). Genera más confianza en los demás aquel que se muestra más seguro de lo que dice, aunque lo que dice sea erróneo. En discusiones científicas, en confección de consensos, la opinión de aquel en el que más se confía, el que tiene a priori más autoridad, suele volcar en su sentido la decisión o conclusión final. Y esto nos trae a un concepto que es inseparable de nuestro accionar: el del juicio clínico. Cuántas veces no hemos escuchado y repetido que tal o cual conducta debe basarse en el mismo, como forma de resolver una duda. Y es cierto, el juicio clínico es vital para llevar adelante la práctica. Pero, a la hora de pensar un poco más en el mismo, podemos recordar que en cada época ha habido un juicio clínico prevalente, basado en el conocimiento disponible, en las ideas dominantes, en la autoridad. Y sin necesidad de remontarnos a los mil años en que la doctrina Galénica se enseñoreó en el mundo de la medicina (con sus ideas acerca de la formación de la sangre en el hígado y sus conceptos anatómicos basados en la disección de monos), baste rememorar que de acuerdo al juicio clínico dominante hace solo veinte a treinta años, no debían administrarse betabloqueantes a los pacientes con insuficiencia cardíaca y era correcto en cambio tratar rutinariamente con lidocaína a los pacientes internados por un infarto agudo de miocardio. El juicio clínico, entonces, no es una entidad congelada o inmutable. Lo que ayer estaba mal, hoy luce correcto. Pero, por otra parte, yendo de lo general a lo individual, podremos también coincidir en que cada uno de nosotros tiene su propio juicio. Por eso es que cuando se esgrime en una discusión haberse comportado según el juicio clínico, no puedo menos que preguntarme ¿cuál? Si todos tuviéramos el mismo, no habría diferencias en nuestro proceder. Pero como no es así, podremos concluir que el juicio clínico importa… cuando es acertado.
Nos sostiene cada día nuestro conocimiento de la disciplina que encaramos. Y sin pretender alcanzar alturas filosóficas que nos mareen, o bucear en la teoría del conocimiento, sí resulta que creemos saber más cuanto más familiares somos con lo que decimos. La repetición a diario de conceptos y frases genera en cada uno la idea de saber. Al respecto, parece bueno citar a un viejo profesor de psicología cognitiva, que decía que saber es poder pasar por tres por qué sucesivos partiendo de una afirmación. A la respuesta que damos a un primer por qué, poder responder a continuación por qué, y un tercer por qué que pueda explicar esta última respuesta. El experto en un tema es el que sin duda puede hacerlo, pero nunca debemos olvidar que por ser experto su visión es tunelar. Porque, volviendo atrás, su atención se concentra en un foco, y la intensidad y profundidad que adquiere su mirada por fuerza limita la extensión de temas en los que puede centrarse. Solemos creer erróneamente que el brillo que tiene un experto cuando se refiere a su área de interés, la rapidez de su pensamiento y lo lógico de su exposición, aseguran igual prestación cuando toca temas conexos. Seguramente no es así. Puede que a algunos la capacidad intelectual les permita moverse con comodidad en aguas poco navegadas, pero de cualquier manera siempre las atravesará mejor el que las conoce más. En la mayoría de los casos los expertos pueden darnos la mejor explicación sobre lo que acaba de pasar. Y su papel es más que importante, porque el resto de nosotros nos movemos en un estrato mucho más superficial. Alcanza para actuar y resolver los problemas que se van presentando, en el marco del paradigma imperante. Pero nuevo conocimiento aparece, estudios de observación o intervención vienen a desafiar los criterios imperantes, y allí están los expertos nuevamente explicando lo que sucede, desdiciéndose y recalculando. Y es perfecto que así sea, porque así progresa la ciencia. Pero, entonces, lo que se defendía fervientemente ¿no era cierto? ¿Los expertos sostenían con firmeza una opinión que ya no vale? Conocer verdaderamente la realidad es poder predecirla con poco o ningún error. Como vemos, tarea de gigantes.
Dos formas polares han sido descriptas por Kahneman en el proceso de pensamiento: una rápida, la otra lenta. La rápida es no analítica, intuitiva, basada en el reconocimiento de patrones ya conocidos. La lenta es analítica y reflexiva. El pensamiento rápido reposa en heurísticas, automatismos o experiencias recientes. El reconocimiento de matices, la consideración de más de una explicación posible, la verificación de que no todo coincide, la generación y refutación de hipótesis, todo ello requiere tiempo. Ambas formas de pensar son útiles a la hora de ejercer la medicina. Los médicos más jóvenes, con menos experiencia, demoran más en tomar una decisión; los más experimentados más frecuentemente reconocen patrones construidos con lecturas previas y pacientes ya vistos. Ante la emergencia el proceso rápido es fundamental, pero numerosos sesgos cognitivos (algunos los llaman disposición cognitiva a responder) afectan nuestro diario proceder: nos hacen anclarnos en lo primero que nos llama la atención, adjudicar al cuadro de un paciente el diagnóstico que hicimos en el último que nos resultó similar, ignorar la verdadera prevalencia de una enfermedad inflándola o reduciéndola, y no tener en cuenta el contexto en el que nos movemos y la persona que tenemos delante a la hora de diagnosticar y decidir.
Nuestro cerebro tiende a funcionar espontáneamente en forma «rápida y sucia», encontrando relaciones lineales entre 2 ó 3 datos. Rápidamente armamos historias, construimos relatos que permiten que todo encaje en una sucesión que nos resulta cómoda. El hallazgo de linealidad es la aspiración inconsciente que nos guía. Una relación entre dos o más datos inscripta en una parábola o, peor aún, un movimiento sinusoidal, es algo que no se nos presenta intuitivamente. Y más allá de resultar sin dudas operativo, ¿podemos realmente creer que la realidad se mueve en línea recta? ¿Es una enfermedad el resultado de un comportamiento unívoco? Si hasta en el caso de las enfermedades infecciosas, donde el agente etiológico está claro, resulta que no todos los huéspedes enferman, y no lo hacen con igual gravedad! ¿Cómo podríamos entonces adjudicar un evento a un solo dato de laboratorio, en vez de entender que la realidad es multicausal? Sin embargo, puestos a explicar nos es fácil caer en la falacia narrativa a la que se refiere Thaleb, uniendo aquellos puntos que nos impresionan o convencen (desde el interrogatorio hasta los datos concordantes de nuestro examen clínico y los métodos complementarios) para armar un relato que nos permite actuar. Olvidamos, obviamos, aquellos datos que no encajan en nuestra forma de entender los hechos, aquellos para los que no encontramos razón. Si somos exitosos en nuestro proceder, encontramos en ello una nueva confirmación de nuestras habilidades. Cuando ello no sucede, también tenemos una explicación.
Llegados al fin de estas breves reflexiones y comentarios, que solo pretenden instalar el tema, no desentrañarlo ni mucho menos agotarlo, solo quisiéramos remarcar que el error que llamamos médico es muchas veces la expresión en el ejercicio de la medicina de dificultades, creencias y limitaciones que nos son comunes a todos, por el solo hecho de ser humanos. Que una buena forma de combatirlo, ya que no de erradicarlo, es tomar conciencia plena de las múltiples celadas que nos tiende nuestra naturaleza. Que el cerebro se comporta de manera que nos eleva hasta alturas insospechadas pero en virtud de su mismo funcionar también puede precipitarnos en la equivocación. Que, seguramente, nos equivocamos menos cuando cuestionamos más lo que hacemos, cuando nos completa la visión del otro. Y, porque todas las palabras que siguen derivan de humus (tierra en latín, la tierra de la que venimos y a la que volvemos), cuando reconocemos que errar es humano, y que se lucha contra el error no sintiéndonos humillados al admitirlo, sino aprendiendo a ser más humildes.
Dr. Jorge Thierer
Lecturas más que recomendadas:
C. Chabris, D. Simons. El gorila invisible. Editorial Siglo XXI. Buenos Aires 2011.
N. N. Thaleb. El cisne negro. Editorial Paidos. Buenos Aires 2011.
D. Kahneman. Pensar rápido, pensar despacio. Editorial Debate. Barcelona 2012.